jueves, 4 de agosto de 2011

Sola.

Solemos mirar hacia el mar cuando las olas rompen impetuosas contra las rocas y nubes de espuma blanca saltan por el aire dispersándose rápidamente como la niebla.
Cuando el sol se esconde tras el horizonte esperando un nuevo día.
Cuando asoman sus primeros rayos por el oriente llenando de luz todo lo que tocan.
Cuando no hay olas en el agua, y no se aprecia brisa.
Cuando todo parece estar en calma, solemos mirar hacia el mar.
Y nos perdemos así en la inmensidad de las aguas, en la belleza del mundo, en la maravilla de la naturaleza. En el milagro de la vida...
Es un paisaje sorprendente, incomparable. Y, cada instante, irrepetible.
Mirando hacia el mar no nos damos cuenta del paso del tiempo.
Ella espera sola. El qué no lo sabe, pero espera.
El viento soplaba anunciando la llegada del otoño. El mar embravecía en un espectáculo inigualable de olas que luchaban por llegar las primeras a las duras piedras del acantilado. Allí al final, el sol empezaba a ponerse. Las últimas luces del día acariciaban sus largos cabellos negros.
Llevaba un buen rato con la mente en blanco.
Todos los días, desde hacía algún tiempo, se acercaba a la orilla del peñasco a ver morir el día. Allí, con la cara triste y los ojos llenos de lágrimas, pensaba.
Aquel año fuera duro para ella. De hecho, su vida siempre fuera dura. Creciera huérfana desde los ocho años en un pequeño pueblo, despreciada por los niños con los que jugaba, y hasta la gente mayor la miraba con malos ojos. Era la niña sola.
Cuando se hizo mayor, se fue del pueblo; pero no encontró un lugar en el que se pudiese sentir bien.
Aquel año su vida pareció cambiar. Conoció a alguien especial. Alguien que la miraba con ojos de amigo. Alguien que, por primera vez, le hablaba con cariño. Aquella persona era lo único que deseaba. Encontró lo único que siempre quiso. Encontró el amor.
Él tampoco fuera nunca muy bien aceptado. Él también buscaba alguien que le hiciera sentirse bien consigo mismo.
Se puede decir que eran almas gemelas. Se necesitaban. Se querían. Estando juntos no era necesario nada más. Los estúpidos ideales de la sociedad de la que se veían excluídos, tan importantes para la mayoría, pasaban inadvertidos para ellos. Vivían enamorados. Era lo único imprescindible. El suyo si era un amor de verdad.
Aquello fuera lo único bueno que le pasara a Ángela. Lo único que le hacía sonreír. Lo único con lo que su mirada oscura brillaba. Siempre el uno al lado del otro; así pasaban sus mejores momentos.
Compartían la ilusión por vivir. Para ellos, la vida era un regalo que no se podía despreciar. Y ellos la tenían que aprovechar hasta el límite para no dejar que la muerte los llevase sin cumplir sus sueños. Eran amantes de viajar, de moverse por la tierra sin saber a donde iban o de donde venían. Sin tener que darle explicaciones a nadie. Conocían lugares realmente bonitos, en la montaña, en el mar... Este último era el que más les gustaba. Les atraía especialmente ese paisaje.
En los últimos meses decidieran asentarse en la zona de los grandes acantilados, en los que se sentía soplar al viento y se respiraba libertad.
Por la noche solían tumbarse en las rocas y mirar hacia el cielo, que se volvía naranja, azul oscuro y, por fin, negro, lleno de infinitos guijarros de luz que temblaban a veces en las alturas. Parecía un cuadro Y los grillos acompañaban con su melodía. Poco a poco caían dormidos. Aquel era el momento más esperado del día. El momento en el que sentían estar en un mundo hecho solo para los dos.
Ángela, Sergio, el mar...
Sergio quiso ser una gaviota. Volar alto, apoyarse en la arena...
Llegó a la orilla del acantilado. Abrió los brazos. Cerró los ojos. Sentía el viento suave en su piel. Se sentía libre.
Ángela, sentada, lo observaba con ternura. Pero su expresión se volvió pálida en un momento. Sergió voló como una gaviota, pero voló para no volver. Ángela rompió a llorar. Las lágrimas le recorrían las mejillas.
Quiso verlo por última vez, pero no pudo. El mar se lo había llevado. Nunca más lo volvería a ver. Ángela sufría de nuevo la soledad. Pero de esta no se escapó. Prometió encontrarlo cuando llegase su momento. Y se quedó allí, y todos los días, por la noche, iba y se sentaba en las rocas. Y pensaba. Un día tras otro, y así siempre. Y esperaba...
Es una noche cerrada. La luna llena, brillante, como pocas veces se puede ver.
Ella espera sola.
Se pone de pie. Se descalza y camina hacia la orilla de las rocas. Abre los brazos. Cierra los ojos y se deja caer.
El mar quedó tranquilo.

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